Fue una vez, en que ocurrió, esto que voy a contarles. Yo era el león de mi reino. Mandaba sobre todos mis miedos, que no eran más que mis súbditos y siervos. Mi dinastía, por siempre, había comandado sobre todas las especies que existen. Yo, el león, era el único y el más grande soberano.
Crecí y me desarrollé entre las praderas de mi feudo y allí hube de aprender mis mañas. Recorrí con suficiencia cada segmento de mi propiedad mientras platicaba con cada uno de los animales de la nación; atendiendo siempre, las necesidades de su especie, con justicia, ecuanimidad y presteza.
Así, progresé en mi infancia y mi adolescencia, entre las cómodas praderas de mi dominio. Una vez que ya aburrido y chasqueado estaba, por conocer demasiado, de todo lo que estaba a mi alcance, quise atreverme a una contingencia en algún lejano condado más allá de mi cómodo y tradicional terreno.
Empecé en una mañana de sol estipulada, a trajinar larga y velozmente en mis cuatro patas de uñas largas y desprolijas, con víveres de sobra a cuestas, andando sereno y campante hasta cruzar las fronteras que dividían mi dominio del extranjero.
Un río hostil, como un contorno circular, separaba a mis valles aislándolos en un clima siempre templado en invierno. Confieso que me asusté al principio, cuando vi de cerca y por vez primera, la fuerza que manaba en su corriente glaciar; nunca me había aproximado tanto a su peligroso apremio y degradante temperatura, pero como estaba ya harto de todo lo que había quedado latente en mi rutinaria y cómoda monarquía, me convencí aún más a mí mismo. Sabía que en algún sector de mi islote, como comentaba la leyenda, existía un cruce que me permitiría alcanzar el vasto mundo exterior que el acuático protector, me vedaba.
Galopante, tras algunas jornadas de fiestas y encuentros azarosos sin pena ni gloria, y habiendo ya olvidado la forma correcta de volver a casa; en medio de semejante búsqueda, di a parar con un puente de frágiles maderos de cipreses estoicos, atravesando el cauce del frígido perímetro como una luz de salvación en medio de la oscuridad de una cueva. Desconozco ahora si era o no el pasadero del que tanto se ha comentado en mis libros de historia antigua, aunque lo que sí puedo afirmarles, ciertamente, es que hacia el otro extremo del mismo, pude observar asombrado los ojos lacónicos, y la rigurosa veleidad, de una emperatriz majestuosa en soledad.
Una agraciada yegua de la raza olvidada de los unicornios, era. La más bella y desconsolada de toda su comarca, seguramente, (O al menos, eso yo intuía). Al parecer, tras todo mi trajín, yo estaba invadiendo como un indiscreto maleante o espía, las entradas de su afamada tierra.
No supe que creer. Por un momento, tuve que dejar de generar cualquier tipo de conjetura. Me sacudí el pelaje y bebí del río sediento. Admito que me costó mucho despabilarme, y tuve que dejar de razonar las cosas demasiado pronto, antes de poder siquiera, distinguir la realidad del ensueño. Incluso, antes de ser realmente consciente de todo lo que estaba sucediendo, no supe que acometer. Efectivamente, este tesoro de la fauna divina estaba frente a mí resguardando sus litorales y yo, estaba perpetrando su calma y mi estabilidad emocional, sin saber siquiera porqué.
Pasaron horas antes de que me decidiera a concluir algún procedimiento. Dudaba de semejante espectáculo. “¿Quién acaso no dudaría de su estrella en los cielos al ver tan íntegra efigie alimentándose por mera gula de los tréboles de la sombra?”–me preguntaba como esperando algún augurio.
Decidí entonces hacer a un lado la parafernalia al observarla observándome, en mi mente, y quise, en ese entonces, atendiendo a mi deseo más profundo, surcar el puente en un galope montaraz hacia ella. Me creí lo suficientemente afanoso e inexpugnable para la travesía, y percibía, en ese entonces, sendos y llamativos desparramos de refulgente alegría por parte de mi acometida ultrajadora.
Su dorado cuerno brillaba y resplandecía, mientras yo me iba asegurando en el empalme hacia su canto. Sonriente en su boca de perlas, ya palpitaba cada pequeño augurio de venturanza, en cada una de mis pisadas, y por sobre todo relinche de emoción y agrado, que divisaba, la veía moverse poco a poco meneando sus pezuñas de cristal apocadamente, hacía mí.
Nos fuimos acercando. El sol y las providencias de la tarde parecían saludar nuestro encantamiento mientras las luciérnagas bailaban sus danzas imposibles con los búhos del crepúsculo, en bosques sagrados. El tiempo parecía detenerse en medio de los suspiros y las sirenas en los atolones, cantaban su himno más glorioso para hacerse oír en el tumulto de la mera envidia.
Sin embargo, cuando iban siendo cada vez menos los pasos que nos separaban, el puente se quebró sobre mí, inesperadamente y yo caí por voluntades que desconozco en el río, quedando entonces atravesado por la merced de la inclaudicable y tempestuosa corriente que manaba desafiante. Todo sucedió en un instante. Estaba tan cerca del alcanzar mi meta, y de pronto, sin saber la causa, me encontraba inmerso en un remolino de vapor ultrajante. Sudaba, desesperado, cuando empecé a nadar inconscientemente soltando garrotazos a la deriva, en búsqueda de la tierra prometida, como pude, empleando todas mis fuerzas ocultas e incalificables. Grité de dolor, mientras mis ojos chorreaban un líquido violento que hubieron de llamar, lágrima. Las sirenas y los búhos cesaron su movimiento al prestarme atención. El tiempo se aceleró y la sangre en mi interior hervía con holgura. Igualmente, desde lo más profundo de mí ser, no estaba dispuesto a rendirme.
Así fue que pude alcanzar milagrosamente la orilla del jardín en el cual ella era dueña y regente. Eso también se aconteció en un parpadeo. Clave mis garras con firmeza, y me anclé en la tierra colindante, tratando de sostener a mi ser frente a los embates del vehemente caudal que empezaba a debilitarme. Por esto igual, no perdí mi alegría.
La fe que me poblaba las venas, seguramente me investía de un hálito mágico.
Ella, irradiando su blanquecina y resplandeciente aureola, en su cuerno unívoco y ciertamente distintivo, se aproximó entonces hacía mí como nunca antes lo había hecho.
Pude por primera vez, ver su reflejo borroso a un costado de mi alma, en el río.
En este contexto, de sonsacante desunión, me observó de pronto a centímetros de distancia, la más impactante de su raza, con sus cabellos invisibles, del color de las alturas, empezó a escudriñarme lentamente con algo de vileza. Mientras quedaba atónito ante su magnificencia, ella me media con varas canonizadas por entre todos mis costados más vulnerables mientras calibraba su veredicto y yo la sentía resoplar en silencio tras mi nuca. Encumbré arremetidas disonantes, traté de hacerme oír, pero yo aún tenía la mitad de mi cuerpo sumergido en el invencible río y me sabia, por supuesto, lastimado.
¿Qué más podía llegar a sentir? Nunca algo tan hermoso estuvo tan cerca de mí. Sus facciones eran fecundas, y sus sentidos impertérritos. Me observo largamente hasta que de pronto, me acarició sin quererlo con sus pezuñas, tomándome por sorpresa, a la vez que emitió un hálito de habla consagrada mientras me borroneaba al oído:
“Tu no perteneces aquí, vuelve a tu reino”
Giró su cabeza entonces, sin cuitamientos y empezó a retroceder muy despacio a la par del viento cálido que la envolvía con alondras. Las aves de la gloria, revirtieron en los remolinos sus melodías sordas para burlarse del nosotros. Aquella forma plural, nunca existió Mis cuerdas vocales antes profesoras de asombrosas palabras quedaban en estupefacto mutismo. Congeniada, y acogida por la falsa adulación de todos los festivos plebeyos y súbditos que la rodeaban y la protegían de mi furiosa encomienda con falsas églogas de contención y cariño, estaba ella. Delegando su reflexión personal, en vicisitudes y tremores ajenos.
Hubo una extraña calma de repente. En el trasfondo del horizonte aún, al verme yo tan cerca de la derrota, mi esfuerzo parecía realmente pequeño. Quise intentar el desplome de mi estirpe con mayor vehemencia, obedeciendo fiel, a la misiva de mi sentimiento. Busqué entre mis recuerdos la palabra exacta sin nunca encontrarla y entregue en alma al río quedándome solo con mi cuerpo y su férrea disposición. Esperanzado, me aferré fuertemente al suelo de su territorio para poder levantar así, el resto maltrecho de mis huesos y articulaciones muy cariacontecidas ya, por el impacto de las rocas del caudaloso afluente. Mis antes hercúleas y templadas uñas de acero, se desaguazaban ahora por tanto esfuerzo decidido pero tosco.
Yo no dudaba. Percibía aún, muchos gimoteos sin sanar, escondidos por detrás de ese rostro angelical y me adjudicaba su única cura. Todavía, sin saber cómo, me sostenía vivo por el candor de mi fuerte pasión estúpida, pero irrefutable.
Como ya dije, ella, no estaba sola. Además de sus asalariados, la rodeaban también sus más fieles tigres consejeros: “El no es de tu reino” –le susurraban. Y ella asentía: “Tú no perteneces aquí, vuelve a tu reino” –repetía, como los loros bufones a los que yo enjaulaba por divertimento en mi comarca.
Mis garras empezaban poco a poco a calarse por tanto encono. Al cabo que en mi insistencia suspendía la animación de ese mismo cuadro que comenzaba a enfangarse y a despintarse sin culpa; perdiendo todo color de luz clarividente, hasta resultarme ya completamente neutro, como el corazón de un desconocido curtidor de pieles en la oculta noche de los lobos, cuando la luna se hace eterna e intangible y el sol desaparece para siempre junto al día.
Y así fue, que los focos de la fatua indecisión nocturna, ella volvió su espejo hacia mí presencia al mando de una vertiginosa delectación. No divisó siquiera el padecimiento de mi rostro mientras la transigía con lastima y no tuvo gesto alguno de comparecencia El resultado final, hoy está escrito en un soplo de nuestras germanías.
Tras poseer el sacrificio de mis labios y de mi pelaje completo, y tras despedirse de mí con su concurrencia, desalojó mi cuerpo de la tierra con una embestida colosal. El impacto de sus pezuñas, a mis garras antes enclaustradas en su terreno, generó una conmoción instantánea e irrebatible. Quedé sujeto entonces, a la merced descomedida del azaroso río y perdí, en él, por fuera de mis cabales, toda gnosis de mí propia pertenencia y sentido.
Tras naufragar durante mucho tiempo, disoluble y maltrecho, por entre la voluntad del incuestionable y su trama, me vi a mi mismo, estropeado y roto; depositado misteriosamente en la orillas de mi reino otra vez, en donde mis hermanos y amigos juntaron mis piezas y cuidaron de mí, hasta que recobré el sentido completo de mi ser, y pude atesorar con rectitud todo lo que me había sucedido.
Lentamente, volví a nacer, y se me otorgo un alma nueva, en la cuna dorada de mi castillo. Aprendí como antes, a abrigarme sin miedo, entre el sol del mediodía y los charcos de ardillas amistosas. Ahora, envuelto en mi túnica rectora, y resguardado nuevamente, en la comodidad de mí reino, empiezo a planear desde mi trono otra ocurrente travesía.