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lunes, 28 de junio de 2010
Todo cuanto soy
Te regalo todo cuanto soy esta mañana. Todos mis soles y mis estrellas apagadas. Mis arrugas, mis pestañas como plumas, mis poros abiertos para el grito. Te entrego el café helado y la ropa tendida, mi cara en los espejos y mis manos cortadas por el agua. Las sonrisas como tajos y mi espalda en media luna. Te lo entrego como rosa recién cortada, con las espinas aún en punta y los pétalos aún con salvia. Te imploro que lo lleves todo, que no dejes ni la tinta en el tintero ni mis labios en las servilletas. No me dejes las sábanas con vino, llevalas, son tuyas. Todo lo que soy te lo entrego. LLevame contigo en mi beso por la mañana, si es necesario dejame desnuda sin alma. Te entrego todo lo que soy si tan solo me besas con el despuntar del día.
martes, 11 de mayo de 2010
Verdugo
A Ángeles y a mí nos gustaba mirar desde lejos como Tomasa mataba a las gallinas. Con una fuerza única el brazo caía aferrando el cuchillo para decapitar a la víctima emplumada. Lo que en realidad disfrutábamos era ver cómo el cuerpo de la gallina aleteaba aún después de haber perdido la cabeza, cómo daba tumbos desesperados hasta por fin caer al suelo. Tomasa nos tenía prohibido acercarnos durante la matanza. Sus ojos se volvían endiablados, degollar era para ella un placer divino. Era eso, se sentía un dios castigador que decidía el destino de unas pobres aves de corral que luego de su muerte podían servir para puchero, locro o empanadas. Y eso lo decidía ella, nadie más era poseedor del destino de las gallinas.
Tomasa era consciente del hecho que con Ángeles nos escondíamos para mirarla, asombrados. Pero su saña no era ocultada, con las manos ensangrentadas levantaba una por una las cabezas para tirarlas después a los perros. Ella era dueña de la llave del gallinero, el candado sólo se abría con esa única y deseada llave. Era el cancerbero del corral, guardián del infierno en el cual las gallinas vivían sin saberlo. Ni siquiera mamá era poseedora una copia de la llave, Tomasa era celosa de sus futuras víctimas, nadie más que ella podía darles maíz o siquiera mirarlas.
Llevaba los cuerpos ya sin vida agarrados de las patas, marcando con la sangre el camino hasta la cocina. Cuando sabíamos que Tomasa estaba en la etapa de desplume con la radio prendida escuchando alguna cumbia, Ángeles y yo íbamos en puntas de pie al lugar del sacrificio, un pedestal de piedra manchado de sangre vieja y nueva. Sangre ya negra que tomaba vida y color nuevamente después de cada degüelle. Ángeles emocionada, viendo cómo gota a gota caía la sangre por el piso, hundía sus manos en ella, estando aún caliente. De un momento a otro sus dedos de niña se convertían en dedos partícipes de una masacre. Y siempre era lo mismo, Tomasa con sus ojos por el mosquitero de la cocina lo percibía, en cuanto Ángeles tocaba la preciada sangre de sus gallinas salía gritando, enervada, la tomaba a Ángeles por la oreja, metiéndola en la cocina y le daba unos cuantos chicotazos. Ángeles gimoteando, no aprendía la lección. Y cada vez que una gallina moría era el mismo ritual, los mismos gritos de Tomasa reclamando la soberanía sobre sus víctimas y los chicotazos acompañados de gemidos de dolor.
Cuando a la mesa nos reuníamos toda la familia y Tomasa servía el puchero de gallina, los ojos de Ángeles se iluminaban recordando el momento en que su comida había muerto, había tomado el último respiro, había aleteado por última vez. Yo disfrutaba de todo eso también, yo también soñaba con levantar ese cuchillo y acabar con las vidas de esas aves ruidosas. De jugar a ser verdugo con una gallina María Antonieta.
Una tarde de sol seco Ángeles me habló al oído. Éramos ella y yo, solos, pero era un secreto demasiado grande como para correr el riesgo de decirlo en voz alta. Yo sonreí frente a la idea de mi hermana y pusimos el plan en acción. Buscamos las pastillas que la abuela guardaba en el primer cajón de su cómoda junto a la dentadura. Tomamos todas las que encontramos y encerrados en el cuarto las machucamos hasta hacerlas polvo. Ángeles trajo una jarra de la cocina llena de jugo helado, tiramos el polvo de medicamentos y revolvimos. Como Tomasa no la quería a Ángeles fui yo el encargado de llevarle un vaso a su habitación oscura al lado de la cocina. Esperamos que se duerma y le quitamos las llaves del gallinero. Antes de partir nos aseguramos de que su sueño sea profundo, de que no pueda despertar mientras nosotros estemos con sus celadas víctimas.
Ángeles eligió la gallina, era gorda y blanca con algunas plumas grises. Cacareaba dando vueltas por el corral. Me la entregó como se entrega un cofre de oro, con delicadeza y admiración. La apoyamos sobre el pilar, Ángeles la sostenía apretando sus alas. Escuchamos a lo lejos que mamá gritaba pero Ángeles no me permitió ni siquiera girar la cabeza. Con las pupilas fijas me miró dándome la orden. Levanté el cuchillo en el aire (mamá seguía gritando, su voz venía desde el cuarto de servicio). Bajé la guillotina con una fuerza que jamás pensé tener (el nombre de Tomasa entre sollozos). Ángeles soltó el cuerpo que dio unos pasos desesperados, aleteando buscando un vuelo inexistente e imposible. La cabeza de la gallina abrió el pico tratando de que esa bocanada última de aire la salve, pero el cuerpo ya vencido ante la muerte se derrumbó.
Tomasa era consciente del hecho que con Ángeles nos escondíamos para mirarla, asombrados. Pero su saña no era ocultada, con las manos ensangrentadas levantaba una por una las cabezas para tirarlas después a los perros. Ella era dueña de la llave del gallinero, el candado sólo se abría con esa única y deseada llave. Era el cancerbero del corral, guardián del infierno en el cual las gallinas vivían sin saberlo. Ni siquiera mamá era poseedora una copia de la llave, Tomasa era celosa de sus futuras víctimas, nadie más que ella podía darles maíz o siquiera mirarlas.
Llevaba los cuerpos ya sin vida agarrados de las patas, marcando con la sangre el camino hasta la cocina. Cuando sabíamos que Tomasa estaba en la etapa de desplume con la radio prendida escuchando alguna cumbia, Ángeles y yo íbamos en puntas de pie al lugar del sacrificio, un pedestal de piedra manchado de sangre vieja y nueva. Sangre ya negra que tomaba vida y color nuevamente después de cada degüelle. Ángeles emocionada, viendo cómo gota a gota caía la sangre por el piso, hundía sus manos en ella, estando aún caliente. De un momento a otro sus dedos de niña se convertían en dedos partícipes de una masacre. Y siempre era lo mismo, Tomasa con sus ojos por el mosquitero de la cocina lo percibía, en cuanto Ángeles tocaba la preciada sangre de sus gallinas salía gritando, enervada, la tomaba a Ángeles por la oreja, metiéndola en la cocina y le daba unos cuantos chicotazos. Ángeles gimoteando, no aprendía la lección. Y cada vez que una gallina moría era el mismo ritual, los mismos gritos de Tomasa reclamando la soberanía sobre sus víctimas y los chicotazos acompañados de gemidos de dolor.
Cuando a la mesa nos reuníamos toda la familia y Tomasa servía el puchero de gallina, los ojos de Ángeles se iluminaban recordando el momento en que su comida había muerto, había tomado el último respiro, había aleteado por última vez. Yo disfrutaba de todo eso también, yo también soñaba con levantar ese cuchillo y acabar con las vidas de esas aves ruidosas. De jugar a ser verdugo con una gallina María Antonieta.
Una tarde de sol seco Ángeles me habló al oído. Éramos ella y yo, solos, pero era un secreto demasiado grande como para correr el riesgo de decirlo en voz alta. Yo sonreí frente a la idea de mi hermana y pusimos el plan en acción. Buscamos las pastillas que la abuela guardaba en el primer cajón de su cómoda junto a la dentadura. Tomamos todas las que encontramos y encerrados en el cuarto las machucamos hasta hacerlas polvo. Ángeles trajo una jarra de la cocina llena de jugo helado, tiramos el polvo de medicamentos y revolvimos. Como Tomasa no la quería a Ángeles fui yo el encargado de llevarle un vaso a su habitación oscura al lado de la cocina. Esperamos que se duerma y le quitamos las llaves del gallinero. Antes de partir nos aseguramos de que su sueño sea profundo, de que no pueda despertar mientras nosotros estemos con sus celadas víctimas.
Ángeles eligió la gallina, era gorda y blanca con algunas plumas grises. Cacareaba dando vueltas por el corral. Me la entregó como se entrega un cofre de oro, con delicadeza y admiración. La apoyamos sobre el pilar, Ángeles la sostenía apretando sus alas. Escuchamos a lo lejos que mamá gritaba pero Ángeles no me permitió ni siquiera girar la cabeza. Con las pupilas fijas me miró dándome la orden. Levanté el cuchillo en el aire (mamá seguía gritando, su voz venía desde el cuarto de servicio). Bajé la guillotina con una fuerza que jamás pensé tener (el nombre de Tomasa entre sollozos). Ángeles soltó el cuerpo que dio unos pasos desesperados, aleteando buscando un vuelo inexistente e imposible. La cabeza de la gallina abrió el pico tratando de que esa bocanada última de aire la salve, pero el cuerpo ya vencido ante la muerte se derrumbó.
sábado, 17 de abril de 2010
"Ludmila oliendo a flyn-paff" por Costanza Polemann
Ludmila con los ojos celestes. Ludmila oliendo a flyn-paff. Yo en el último banco, rayando la madera y mirando a Ludmila. De vez en cuando giraba ella también, y sonreía. Ludmila con los dientes blanquísimos y sin una de las paletas.
La maestra dividía por dos cifras y nos enseñaba los verbos, pero yo sólo pensaba en Ludmila. Quería aprender cuántas pecas tenía, nada más. A veces la llevaba en la bici después del colegio hasta el kiosco de su papá. Ahí se impregnaba de su perfume a caramelos y coca cola. Y yo, ya volviendo, todavía la olía.
Era el recreo, yo jugaba con canicas. Ludmila llegó hasta mi lado. Ludmila con el pelo lacio. Tomó mi mano, Ludmila con las uñas pintadas con liquid paper. Se acercó hasta mi oído y susurró. Sus labios rozaban el lóbulo de mi oreja izquierda, y su mano suavemente tocaba mi cara. Sentí su aliento y sus palabras suaves, rápidas. Se separó y me miró con los ojos más celestes que el cielo. Lloraba despacio, sin agitarse. Me besó en el cachete y yo no alcancé a decirle que por qué lloraba, si yo también... Corrió con su guardapolvo que bailaba con el viento. Y atrás quedó un dejo de su perfume de flyn-paff y lápiz verde.
Me enfermé ese fin de semana, y falté el lunes al colegio. El martes, Ludmila ausente. Sonó el timbre y pedaleé hasta el kiosco. Las persianas cerradas. Le pregunté a la portera del edificio de al lado, "no sé pibe, ni idea" me dijo así pero yo supe que sí, sabía.
Volví a casa lento, recordando sus palabras, y que no le pude decir que yo también. Pasa el tiempo, los años, la voz de Ludmila se vuelve cada vez más baja, más difícil de entender lo que me dice. Su susurro se convierte en respiro, en aliento, en una simple brisa que pasa sin palabras. Y ya no me acuerdo que yo también. Ya no me acuerdo.
La maestra dividía por dos cifras y nos enseñaba los verbos, pero yo sólo pensaba en Ludmila. Quería aprender cuántas pecas tenía, nada más. A veces la llevaba en la bici después del colegio hasta el kiosco de su papá. Ahí se impregnaba de su perfume a caramelos y coca cola. Y yo, ya volviendo, todavía la olía.
Era el recreo, yo jugaba con canicas. Ludmila llegó hasta mi lado. Ludmila con el pelo lacio. Tomó mi mano, Ludmila con las uñas pintadas con liquid paper. Se acercó hasta mi oído y susurró. Sus labios rozaban el lóbulo de mi oreja izquierda, y su mano suavemente tocaba mi cara. Sentí su aliento y sus palabras suaves, rápidas. Se separó y me miró con los ojos más celestes que el cielo. Lloraba despacio, sin agitarse. Me besó en el cachete y yo no alcancé a decirle que por qué lloraba, si yo también... Corrió con su guardapolvo que bailaba con el viento. Y atrás quedó un dejo de su perfume de flyn-paff y lápiz verde.
Me enfermé ese fin de semana, y falté el lunes al colegio. El martes, Ludmila ausente. Sonó el timbre y pedaleé hasta el kiosco. Las persianas cerradas. Le pregunté a la portera del edificio de al lado, "no sé pibe, ni idea" me dijo así pero yo supe que sí, sabía.
Volví a casa lento, recordando sus palabras, y que no le pude decir que yo también. Pasa el tiempo, los años, la voz de Ludmila se vuelve cada vez más baja, más difícil de entender lo que me dice. Su susurro se convierte en respiro, en aliento, en una simple brisa que pasa sin palabras. Y ya no me acuerdo que yo también. Ya no me acuerdo.
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